Capítulo 41: «Gracias a Dios», murmura Sandra en voz baja. Elisia sale y espera a Sandra. «Uno de vosotros, gilipollas, va a tener que moverse», espeta. Sergio suspira antes de salir, permitiendo que Sandra lo siga. Echo un último vistazo a Elisia antes de dar marcha atrás y salir. •Elisia• Después de que Theo se fuera, Sandra y yo entramos, solo para encontrar la casa entera envuelta en oscuridad. Oscuridad total. Instantáneamente agarré la mano de Sandra con miedo. Estoy absolutamente aterrorizada por la oscuridad. Mis ojos se cierran solos y los recuerdos me invaden: recuerdos de papá encerrándome en un armario oscuro. No quiero revivir esos momentos, pero no puedo controlar el TEPT. Me siento atrapada, congelada en la oscuridad, incapaz de moverme. «¿¡Quieres seguir faltándome al respeto?!», me grita papá en la cara, apretando con fuerza mi antebrazo. «¡No, solo tenía hambre, papá!», sollozo. «¡Cállate!». No pierde ni un segundo más y me arrastra escaleras abajo, al sótano. Mi respiración se vuelve irregular. Sé que estoy a punto de tener otro ataque de pánico. No sé adónde me lleva esta vez. El tiempo pasa a cámara lenta y lo único que oigo es mi jadeo pesado. Con un brusco tirón, papá me empuja hacia delante y, de repente, estoy dentro de una habitación: un armario. Giro en la oscuridad, mis manos buscan frenéticamente el pomo. «¿Papá?», susurro, sabiendo muy bien que no tiene sentido pedirle que me deje salir. No hay respuesta. Como era de esperar. Deslizándome contra la pared, unas cuantas lágrimas se escapan de mis ojos. Respiro hondo, tratando de mantener la calma, pero no puedo. Me rindo y suelto un sollozo bien merecido. Me tapo la boca con la mano y cierro los ojos con fuerza. No quiero que papá me oiga llorar. No puedo darle esa satisfacción. Pero no puedo evitarlo. Solo tengo nueve años. Incluso mi joven mente sabe que no debería tener que pensar en estas estúpidas tácticas de supervivencia. «Oye, no pasa nada…» La voz de Sandra me tranquiliza, sacándome de mi horrible recuerdo. Pero de repente, su voz se corta. «¿Sandra?», grito, con la voz temblorosa. Antes de que pueda decir nada más, un brazo me agarra por detrás y me arrastra lejos de ella. «¡No!», grito. «¡Suéltame!». Lanzo el codo hacia atrás y golpeo a la persona en el estómago. Tropieza y gruñe de dolor. «¡Vas a lamentar eso, Elisia!». Ese acento español tan marcado me da un escalofrío. «¿Papá?», murmuro con la voz apenas por encima de un susurro. «¿Qué estás haciendo?». «¡Puta!», escupe. «¿Has intentado huir otra vez?». «Y lo intentaré una y otra vez», grito. Pero él solo se ríe, una risa enfermiza y psicótica que resuena en la oscuridad. Sabe que lo odio. Sabe que no puedo ver dónde caerá su próximo golpe. «Enciende las luces», murmuro. Me ignora, tirando de mi cabello hacia atrás. El dolor me atraviesa el cuero cabelludo, pero me niego a gritar.